Dijiste que habias llorado cuando supiste que me iba. Y me quedé sin palabras. Se me fué el poco aliento que tengo éstos días. Incluso me costaron algunos segundos retomar la conversación. Los hermanos se dicen todo, pensé mientras imaginé por dónde irías, lo que son, lo que piensan y lo que sienten. Sin vergüenzas ni nada. Y me acordé también de aquello tan entrañable de los Proverbios: el hermano que ayuda a un hermano es como una ciudad amurallada. Y también me acordé -por qué no; sabemos descender de lo eterno a lo temporal y pasar de lo sagrado a lo profano en cuestión de segundos- de aquello que hace años cantaban los Mecano: Y si me vuelven a asaltarlas ganas de petardear dame dos hostias y hazme ver que estar aqui es un milagro que se puede compartir. No te alejes, Magno, no te alejes. Aún cuando yo me ponga rasposo (¿o era rozado? Ya ni sé) y esconda la cabeza en la tierra, como cobarde avestruz. Hace poco escribimos -sí: escribimos- que la amistad es una confianza en el corazón que conduce a buscar la compañía del otro elegido por nosotros entre los restantes, y a no tener miedo de él, a esperar de él apoyo, a desearle el bien, a buscar ocasiones de hacérselo y a convivir con él lo más posible. Como dice Benedetti: Compañero, usted sabeque puede contar conmigo, no hasta dos ni hasta diez, sino contar conmigo. No te alejes demasiado, no seas cabrón; quédate cerca porque la vida, con los amigos, es dos veces vida ■
April 15, 2008
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