Cuando ves a un amigo sufrir, o a un hijo, querríamos tener un don de curación, una mano milagrosa -no omnipotente: con poder para eliminar el daño concreto, tan sólo-. Y es cuando más claro aparece que no somos Dios. Es un momento en que el deseo de ser "como Dios" no es prometeico, babélico, adánico. Es legítimo, aunque no sepamos muy bien qué hacer con ese deseo, que sube por la garganta como un grito ahogado, como una oración que no se ha dicho. No sabemos qué hacer, y la compañía de los demás, su apoyo, apenas ayuda. Algo pensará el Padre Eterno sobre esto, pero por alguna razón se lo calla. O tal vez no se lo calla, y sucede como las frecuencias agudas que sólo pueden escuchar los perros. Nuestro oído tendría que transformarse de algún modo, para oir. Mientras tanto, hacemos gestos extraños, aspavientos, como estas líneas toscas que no van hacia ningún sitio ■ ae
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