April 02, 2008

Hace unos días me puse rojo. Tiene mérito eso de ponerte rojo y sentir vergüenza a los casi treinta y cinco años. Cuando uno se pone rojo no es tan mala persona: significa que aún es capaz de no fingir, que reconoce su culpa y que puede pedir perdón y sentirse perdonado. La vergüenza es esa sensación de ridículo y hasta de desnudez psicológica o moral que experimentamos cuando hemos sido sorprendidos en falta o en embuste relevantes; en acción que conlleva deshonra o pone de manifiesto actitud hipócrita; o, en fin, en comportamiento o actividad indecorosos y que atentan bien sea contra las normas establecidas por la moral, bien sea contra aquéllas otras que dicta la buena educación (eso que los que saben llaman urbanidad ). Esa sensación de que nuestro yo psicológico y moral más profundo ha sido finalmente desvelado y muestra, al desnudo, todos sus defectos e imperfecciones, la fealdad antes cubierta por el ropaje del disimulo. Eso es propiamente la vergüenza. De eso sé mucho. Fumo desde los 20 años…y para fumar desde tan temprana edad te ves obligado a robar de vez en cuando, mentir cuando te cachaban fumando…y lo habitual era que te sorprendieran y que te avergonzaras de tus mentiras y de tus miserias vistas al alcance de todos. El haberme puesto tantas veces rojo no ha impedido que aún me suban los colores a la cara…aunque ahora no es por fumar -¡qué más quisiera que esas fuesen mis faltas!-. Una cosa es la vergüenza y otra el pudor: parece que la primera habla de desnudez del alma, y el segundo de desnudez del cuerpo. Pero esto del pudor es cosa que asombra: conozco más de una mujer que jamás iría a una playa nudista sin cadenita en el tobillo, o sin ir bien peinada…lo de enseñar el cucu es lo de menos. La vergüenza es también una forma de humillación. Mas no una humillación que necesariamente nos hacen los demás de modo deliberado, sino, al contrario, de manera totalmente pasiva muchas: basta con su sola presencia y acaso principalmente con su mirada. Es en este aspecto en el que la vergüenza –el sentirse avergonzado, el que nos avergoncemos, y no tanto el que nos avergüencen– es síntoma de que el individuo, sea cual sea la falta o el delito cometidos, tiene allá dentro alguna sensibilidad moral, lo que denota, al tiempo, que acaso no resultarán enteramente baldíos el esfuerzo y el tiempo que se pudieran emplear en corregirlo y recuperarlo. Ese es para mí el sentido del De Profundis (el salmo 129). Y el auténtico dolor del que hay pedir perdón…lejos de tonterías y escrúpulos histéricos ■ ae

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