Retrocedí con el pensamiento al momento en que había tomado la primera cucharada de té. Recuperé el mismo estado sin una claridad nueva. Pedí a mi mente otro esfuerzo, que me devolviera una vez más la sensación que se disipaba, y, para que nada interrumpiese el impulso con que iba a intentar asirla de nuevo, aparté todos los obstáculos, todas las ideas ajenas, resguardé mis oídos y mi atención de los ruidos del cuarto contiguo. Pero, al notar que mi mente se fatigaba sin lograrlo, la obligué, al contrario, a tomarse aquella distracción que le denegaba, a pensar en otra cosa, a reponerse antes de un intento supremo. Después, una segunda vez, hice el vacío ante ella, volví a colocar ante ella el sabor, aún reciente, de aquel primer sorbo y sentí vibrar en mí algo que se desplazaba, quería elevarse, algo que se hubiese desanclado a gran profundidad; no sabía yo lo que era, pero subía lentamente; experimenté la resistencia y oí el rumor de las distancias recorridas. Lo que así palpitaba dentro de mí debía de ser —cierto era— la imagen, el recuerdo visual, que, unido a aquel sabor, intentaba seguirlo hasta mí, pero se debatía demasiado lejos, demasiado confusamente. Apenas si percibía el reflejo neutro en el que se confundía el inasible torbellino de los colores removidos, pero no podía distinguir la forma, pedirle, como al único intérprete posible, que me tradujera el testimonio de su contemporáneo, de su inseparable compañero —el sabor—, que me comunicara de qué circunstancia particular, de qué época del pasado, se trataba. ¿Llegaría hasta la superficie de mi clara conciencia aquel recuerdo, el instante antiguo que la atracción de un instante idéntico había venido desde tan lejos a excitar, conmover, despertar en lo más profundo de mi ser? No lo sabía. Ya no sentía nada, se había detenido, había vuelto a bajar tal vez: a saber si volvería a subir jamás de su noche. Diez veces tuve que volver a empezar, inclinarme sobre él y todas ellas la cobardía que nos aparta de toda tarea difícil, de toda obra importante, me aconsejó que lo dejara, que me bebiera el té y me limitase a pensar en mis problemas del presente, en mis deseos del mañana, que se dejaban rumiar sin esfuerzo. Y de repente me vino el recuerdo: aquel sabor era el del trozo de magdalena que, cuando iba a darle los buenos días los domingos por la mañana en Combray —porque esos días no salía yo antes de la hora de la misa—, me ofrecía mi tía Léonie, después de haberlo mojado en su infusión de té o tila. Nada me había recordado la vista de la pequeña magdalena, antes de que la hubiera gustado, tal vez porque, al haberlas visto después con frecuencia, sin comerlas, en las bandejas de las pastelerías, su imagen había abandonado aquellos días de Combray para unirse a otras más recientes, tal vez porque de aquellos recuerdos abandonados, tanto tiempo fuera de la memoria, nada sobrevivía, todo se había disgregado; las formas se habían abolido o habían perdido, adormecidas, la fuerza de expansión que les habría permitido llegar hasta la conciencia. Pero, cuando después de la muerte de las personas, después de la destrucción de las cosas, nada subsiste de un pasado antiguo, sólo el olor y el sabor —más débiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles— perduran durante mucho tiempo aún, como almas, recordando, aguardando, esperanzados, sobre la ruina de todo lo demás, portando sin flaquear sobre su gotita casi impalpable el inmenso edificio del recuerdo ■
Marcel Proust, En busca del tiempo perdido. Por la parte de Swan, (1999), Barcelona, Ed. Lumen, pp. 52-56.
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