Mucha gente piensa que Josef Firtz no es más que un enfermo, un monstruo, una anormalidad de la naturaleza. Nos gusta quitarnos la pesada y dura carga de la responsabilidad que supone aceptar que ese tío es un hombre normal, tan normal como cualquiera de nosotros. Es mejor pensar “está enfermo” que decir “es malo, se dejó llevar por lo peor de sí mismo, hizo el mal”. Nos cuesta pensar que de verdad sea un hombre que, además de simpático y buena gente (así lo definían sus vecinos) fuese un perfecto hijo de la gran puta en su sano juicio. Porque afirmar eso, de algún modo, nos compromete también a nosotros. Es cierto que existe una comunión de los santos –esa corriente de cosas bien hechas, de belleza, de orden, de alegría…- que hacen este mundo mejor y que de un modo misterioso, pero eficaz, nos beneficia a todos. Entregar lo mejor que tenemos a este mundo, lo que nos hace diferentes e irrepetibles, nos hace buenos a todos. Pero también existe una comunión de la miseria y del mal. Y no somos ajenos a ello. Nos afecta, a veces somos directamente responsables por acción o por omisión. Sucede que en casos como Firtz comprobar ese grado de maldad incomoda y preferimos negar que se pueda causar tanto mal sin estar mal de la cabeza. La mirada de Firtzl, de ese Firtzl que no está loco, parece decir “¿qué pasa, por qué me miras así?: no estoy tan lejos de ti…tú mismo, en mis circunstancias, lo hubieras hecho“. Por eso da miedo aceptar que existe el mal en el mundo, y en unas dimensiones sobrecogedoras. Porque nos acecha también a nosotros. Hitler, Stalin, Mao, y tantos y tantos otros, no estaban locos. Si negamos la maldad de nuestras obras – y hay mucha gente que lo hace -,¿cómo podremos combatirla?. Lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres de bien no hagan nada para impedirlo ■
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