Nunca pensé que tu vida tan teñida de gris fuera a ser el motor para escribir. Te imaginé muchas veces como uno de ésos amigos con los que uno va caminando por la vida, con periodos de más o menos convivencia, con periodos de silencio, pero siempre con la certeza de que se camina por el mismo camino. Y me equivoqué. Me equivoqué profundamente. Ahora que lo pienso, pasado ya un tiempo, lo que me mueve a escribir es la manera en la que te marchaste: escupiendo a la cara y gritando ¡traición! Es curioso –y melodramático a la vez- pues con tú mismo, con tu vida das la impresión de alimentarte a base de traiciones, empezando por ti mismo: cuántas traiciones te has jugado sin siquiera darte cuenta. Y las traiciones a los demás. Nombres son cosas que la pluma, por pudor, no puede –no debe- escribir. ¿Debo empezar a contar esta historia por tu historia personal, o por la mía? Quizá por la mía, en todo caso soy yo quien escribo, y porque además en tu historia es difícil saber dónde comienza la verdad y cuál es ya el territorio de la fantasía. Y te aseguro que no soy el único que piensa así. Te conocí en el sitio donde yo trabajaba, y rápido llamaste mi atención. Nunca antes te había visto, ni teníamos –ni tenemos, ni tendremos- amigos comunes. Conversábamos durante los pocos segundos que tardaba en espumar la leche para los lates y los capuccinos. El tiempo se encargó de volvernos a juntar y de empezar a convivir con más frecuencia. Se juntaron el hambre y las ganas de comer, podríamos decir. Pasaron los meses y empezaste a saber más cosas de mi vida: mis vergonzosos y terribles porqués. Y yo una parte pequeña de los tuyos ¡qué bien te cuidabas de no mostrarte como eras! No mucho tiempo después enfermó tu madre y tú, sabiendo mi condición, me pediste que estuviera cerca de ella ¡tenías todo tan bajo control! No lo dudé ni un momento, y me porté con ella y con los tuyos irreprochablemente. Conocí entonces a tu padre y a cada uno de tus hermanos que –dicho sea de paso- han sido siempre amables y agradecidos, al que tú llamas el traidor inclusive. Sabes, nunca me creí que él era el malo del cuento. Además, el que es malo no lo es con todos, como dice la sabiduría popular. Aun con todo, me puse de tu lado, y te escuché siempre con atención. Con el paso del tiempo llegamos a ser buenos amigos, o mejor dicho: estupendos camaradas y compañeros de viaje, pues los amigos se hacen el bien, y tú y yo no nos hacíamos bien alguno. Viste mi vida, y me ayudaste económica y anímicamente en algunos momentos, y siempre lo reconoceré y lo agradeceré. Me marché de Guadalajara y al poco tiempo recibí la invitación –electrónica, desde luego- de tu boda, invitación en la que nos hablabas de una ceremonia religiosa quién sabe dónde (¿era en Roma?) y celebrada por no sé qué pratiarca importantísmo. El asunto era poco claro, o mejor dicho: mentías, como siempre. Te casabas con una persona que había sufrido un divorcio y éso te traía nervioso. Muy poco tiempo después la boda se canceló (¿te cortaron o cortaste? Nunca lo supimos) y la vida siguió. Hoy me detengo a ver tu vida y entiendo muchas cosas, entiendo sobre todo y mejor que nunca –porque no es la primera vez que te lo digo- que estás enfermo. Profundamente enfermo y necesitado de una profunda ayuda médica y espiritual, aunque tú te niegues a reconocerlo. De todas las enfermedades que puede sufrir un ser humano, la más peligrosa es el bovarysmo. Un alto porcentaje de los fracasos en las relaciones interpersonales –noviazgos, matrimonios y amistades- provienen de ella. La historia que cuenta Flaubert es mucho más que la historia de un adulterio. Es el análisis de un alma que se negó a vivir, encerrada como estaba en sus sueños, y que, de sueño en sueño, se fue precipitando hacia el desastre y el suicidio. ¡Cuánto me recuerda a ti! Te cuento (continúa) / AE
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