Emma Bovary era una muchacha generosa, pero cobarde; ambiciosa, pero débil y voluble. Y la clave de su vida está en esa fuga hacia los sueños cuando la realidad no le gusta. Hasta que un día todos los sueños muestran que no hay sino vacío tras la máscara, y la realidad más horrible la atrapa. Ya de niña era alguien que, apasionada por los espejismos, se vuelve prisionera de sus propias mentiras. Como el mundo que le rodea es feo, toma la costumbre de construirse en su cabecita unos universos encantadores, y más que en el mundo, vive en sus cuentos de hadas, en las páginas de las novelas románticas de las que se alimenta. Tampoco en el colegio vive como lo que es. Prefiere fantasear sobre cómo sería su vida si ella fuera una de sus compañeras ricas de ciudad, o sueña en la vida mística de las religiosas del colegio, o reconstruye mentalmente su vida disfrazada de una de las heroínas de la literatura que estudia. Su alma está llena de los vaporosos anhelos que fabrica su calenturienta imaginación. Arde en deseos de emociones fuertes, aventuras que le permitan evadirse de la aburrida cotidianidad. Poco a poco sus sueños se van concentrando en torno a la palabra «amor». Un amor que no será su entrega a otra persona, sino una especie de exaltación de sí misma, la llave que le abra la puerta de todo ese mundo fabuloso de placeres, de sueños, de aventuras, de misterio, del que hace tiempo se ha enamorado su alma. Va reuniendo las migajas de todas las historias de amor que le cuenta la literatura y construyendo con todas la fábula de la que ella será protagonista. Tal vez porque nadie le ayuda a descubrir la verdadera realidad, tal vez porque este amontonamiento de sus sueños le impide verla, Emma se siente ausente de la faz de la vida. No le gusta su casa. Le aburre todo lo que la rodea. Busca tubos de escape en la música, en el dibujo, pero aún esto le cansa al poco tiempo cuando pierde su caparazón de sueños. Por eso cuando Charles Bovary la pide en matrimonio Emma acepta inmediatamente no porque le quiera –Emma sólo se quiere a sí misma-, sino porque el matrimonio le parece una experiencia que vale la pena intentar. Tal vez sea la aventura que le saque de la mediocridad, del aburrimiento de la granja en que vive. Pero ¿quién es Charles para ella? Nadie, en realidad. Emma no llega a verle porque sus ojos están velados por las ideas preconcebidas que tiene sobre el matrimonio. El pobre médico rural es para ella el posible príncipe encantado, un simple pretexto para el reverdecimiento de sus sueños. Y una vez comprometida, retorna a sus fantasmagorias. Le gustaría casarse a las doce de la noche, entre un bosque de antorchas. El decorado tapa de nuevo la realidad. Nada parece descubrir del compromiso humano que el matrimonio encierra. Se queda con la piel de la aventura. E invierte su noviazgo en pensar en el vestido, en el banquete de bodas. ¿Charles? Sigue sin existir para ella. No le ama. Ama su propio fantasma. Y la desilusión no tarda en llegar, porque todos los espejismos acaban por escaparse. «¿Cómo? Pero ¿no es más que esto?» Esta es la terrible frase que Emma se repite en los primeros meses de su matrimonio y que la define aterradoramente. Emma había soñado un viaje de novios sin fin, un idilio interminable en el país de los cuentos. Pero los fabulosos paisajes de sus sueños quedan pronto sustituidos por la realidad cotidiana de la pequeña aldea. «¿No es más que esto?», se pregunta, mientras, por medio de sus sueños, empieza a abrirse paso, día a día, la áspera realidad, las dificultades de la vida, la mediocridad de las horas, que avanzan mucho más lentas que en las fábulas. Y la soñadora, que no ha sabido ver a su marido en la realidad, ahora se embarca en otros sueños mucho más crueles: los que agrandan las zonas negras de la realidad. Si antes no vio a Charles como hombre, ahora sólo ve sus defectos. Los estudia, los analiza, siente que se le clavan dentro como agujas. Y se dedica a espiar los pequeños tics de Charles, sus menores gestos. Y empieza a odiarle por todas esas pequeñeces. Todo se le vuelve insoportable: «A los postres, cortaba los corchos de las botellas vacías; después de comer, se pasaba la lengua por los dientes; al tomar la sopa, cada cucharada era un ruidoso sorbetón.» Con su imaginación aumenta desmesuradamente estas pequeñas manías que, multiplicadas por ella, tienen la virtud de engendrar el aborrecimiento. «M fantasía –dice- me hace aborrecer a los que resoplan comiendo.» Si Emma hubiera amado de veras a Charles, la ternura hubiera corrido un velo sobre estos pequeños defectos. Habría, tal vez, ayudado a corregirlos; habría, quizá, hasta conseguido ese milagro que hace que dos que se quieren logren unirse más a través de sus fallos y menudencias. Pero Emma no ama. Y se encarniza en ver esos defectos. Casi se alegra al comprobarlos, porque eso le permite justificar la desilusión que siente, la amargura que la está invadiendo. Por un momento parece que su marido va a convertirse en un hombre importante gracias a una operación quirúrgica que intenta. Y Emma se vuelve ilusionar, imaginándose casada con una celebridad. Pero el fracaso de su marido aumenta su repugnancia hacia él. A todo ello se añade su fracaso en lo sexual. Emma se ha imaginado un acto matrimonial poético, exultante, de puro deliquio. La realidad la hiere, se siente estafada. Tanto más cuanto que su marido parece sentirse satisfecho con esa efímera felicidad. Y Emma comienza a odiar la idea de resultarle placentera, se odia a sí misma por el hecho de satisfacerle. Con lo que, lo que debió unirles, abre aún más el foso de su separación como seres humanos. ¿Tal vez la maternidad cambiará las cosas? Emma no puede ya dejar de ser corno es y también la llegada de su hija se reduce a algo pintoresco: ya tiene una muñeca con la que jugar, a la que vestir, a la que mimar. Y así, mientras Charles se vuelve más humano cuando se acerca a la cuna de su hija, Emma sigue encerrada en sus sueños personales. Y la separación con su marido se hace más visible. Cuando él va a acostarse, «Enma se hacia la dormida, y mientras se arrebujaba a su lado, ella despertaba a otro mundo: el de los sueños». Sueños que ya eran culpables: en todos ellos Emma se vela a si misma huyendo con otro hombre a una aventura apasionante. Pero la que ha fracasado en el amor matrimonial, fracasará también en el amor adúltero. Porque ni León primero ni Rodolfo después logran darle lo que no le dio Charles. En realidad, tampoco existe ninguno de los dos sino como ocasiones para que Emma siga soñando. Son simples pretextos para seguir inventándose a sí misma. Los dos tienen algo más de héroes de novela, pero ambos muestran pronto su vulgaridad de mediocres conquistadores. Y tras la farsa de la aventura corrida con ellos, cuando se pierde la emoción del descubrimiento prohibido, aparece el vacío, la sordidez de ese falso amor. Y ya a Emma no le falta más que descender al triste desenlace de su vida. La realidad, antes o después, cobra su factura, y quien no supo vivir la de cada día, se da ahora de bruces con la realidad de su fracaso. Sólo falta el veneno y la horrible muerte de alguien que, tras haber vivido persiguiendo la falsa imagen de sus sueños, termina sin haber conocido un verdadero amor (continúa) / AE
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