Tal vez la pagina más hermosa que se haya escrito jamás es aquella en la que San Agustín narra la muerte de un joven amigo, con lágrimas y desgarramientos que hoy—que impera la gelidez y la frialdad—nos parecen casi melodramáticos, pero que son terriblemente verdaderos. «Suspiraba, lloraba, me conturbaba y no hallaba descanso ni consejo. Llevaba yo el alma rota y ensangrentada, como rebelándose de ir dentro de mí, y no hallaba dónde ponerla. Ni en los bosques amenos, ni en los juegos y los cantos, ni en los lugares aromáticos, ni en los banquetes espléndidos, ni en los deleites del lecho y del gozar, ni siquiera en los libros y en los versos descansaba yo. Todo me causaba horror, hasta la misma luz; y todo cuando no era lo que él era, aparte el gemir y el llorar, porque sólo en esto encontraba algún descanso, me parecía insoportable y odioso». Sí: nunca se ha dicho mejor lo que es la amistad y lo que implica su pérdida. Los que hemos perdido amigos en algún momento de la vida lo comprendemos. Ese vacío total, esa sensación de insipidez en todo lo que nos rodea, esa seguridad de que nadie ni nada colmará ese vacío. Ese hacer daño hasta la misma luz. Ese sentirse avergonzado de estar vivo mientras el amigo se enfría bajo la tierra. Sirva todo lo dicho para pensar en ése montón de personas que han traspasado el umbral de nuestra confianza y se han convertido en compañeros del camino –a la distancia muchos de ellos. Vaya un cariñoso recuerdo y un ¡gracias! Desde lo más hondo del corazón ■ ae
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